16 abr 2018

Parvulario V

Han pasado dos meses, y vuelvo a cambiar la forma. Muto como un animal, eso soy, un regurgitar continuo de ideales. Abandonada, vuelta a encontrar, me he recluido a este espacio cerrado, acompañada solo de tres almas. A veces cuatro. Muchas cinco.
Nada más.
Escribo y dibujo, sueño, invento mundos y personas que no existen de verdad, y a veces me duele el pecho de pensar que solo vivirán dentro de mi alma y en la de otros pocos. 
Es mi universo igual que yo, y yo estoy viva y respiro y sé que tengo sentido. Pero al final, vivo también solo en la mente de unos cuantos. En la de los demás, para el resto de la humanidad, estoy muerta. 
Somos mis personajes, mis paisajes y yo la misma cosa, y todos moriremos a la vez. Pero para eso queda mucho todavía. 

27 feb 2018

Basura

Me rindo.
Aunque sea un rendirse de arrepentirse después, de olvidar a los dos días, ahora mismo
me rindo.
Con los zapatos puestos, el abrigo sin quitar, el dolor en la espalda, me rindo.
Ya no quiero buscar más. Solo me sale a tientas, un intento de lo que ellos ya tienen. Yo soy la única perdedora en esta historia. Yo soy la única que sigo aquí, oyendo las mil voces del interior, queriendo arrancarse la piel de tanto asco, de tanta mugre que se me acumula debajo del estómago.
Me rindo.
A lo mejor mañana vuelvo a empezar, el contador de cero, como hago siempre, como haré hasta que me muera, que remedio sino, pegarse un tiro en la sien o meter la cabeza bajo el agua.
Pero hoy no. Hoy me voy a la cama habiéndome rendido. 

Espero encontrar en mi rendición, en mi soledad no elegida,
un poco de calma a toda esta barbarie. 

21 feb 2018

Ustedes, a qué juegan.


En lo alto de la montaña, los hombres arrugados con barbas blancas, las mulas detrás, atadas por los cuernos, cargadas. Los niños corren descalzos, las camisas a rayas quizás antes fueran blancas, se levanta el polvo detrás de los animales y de los camiones.
Nunca he estado en lo alto de la montaña, pero sé que allí hay una mezcla de grandes cosas. De pobreza y de pureza, del poso de la sociedad que, sediento de agua, abre la boca y gruñe. Si el aire no estuviese pastoso y tuviese la boca reseca, preguntaría:
Ustedes, a qué juegan.

A qué juegan, qué me están matando, que me estoy muriendo,
qué aquí dentro en la penumbra, muerto de hambre,
no soy capaz de ver a Dios ni a sus estrellas.

23 dic 2017

Parvulario IV

El niño balbucea, se bambolea como una bola dentro de la bolsa y ella quisiera que no estuviese allí, que estuviese en casa abrigado junto a la lumbre y un par de mantas de la abuela por encima, pero no es así. El niño no sabe hablar pero sus ojos han visto muchas cosas, y entre las babas se le escapa lo que sabe; la gaviota encima del cielo, el agua que le moja a veces los pies, la sal que se mete por sus orificios nasales. 
El niño es negro y tiene la piel rasgada y rota como un viejo. En algún momento, ella espera que pueda hablar, que articule las sílabas, bla blu bla, y se ría de los chistes que ella cuenta, y le mame del pecho con su carencia de dientes, de la encía blanda y casi blanca por la falta de nutrientes, pero también sabe que es casi imposible, porque sus pechos están agrietados y tienen costras y la leche no le sale porque tampoco le viene la regla, y se le clavan los huesos de las caderas en el asiento de madera y se le mojan los pies y el culo y el paño rojo que la cubre se le pega a la piel como si fuese una gasa de seda. 
El niño balbucea, ella le toca la mejilla, lo calienta con la palma de la mano, lo pone junto a su pecho, y llora. Un poco solo, que no se den cuenta los demás. Porque en medio del océano, de la tranquilidad y la calma oscura y cruel del océano, su llanto se expandiría como una voz rota en medio del silencio.

21 oct 2017

Declaración de intenciones

Mi declaración de intenciones ¿a quién le importa?
Uno debe escribir su discurso para agradar a los demás, y así, como el discurso, la vida. Mostrar la mejor obra, las mejores intenciones, el alegato bien formado de un pensador perfecto. Pero esa no es mi verdadera declaración. Ese no es mi grito, ni mi altavoz. Porque yo no soy una cara pegada a una sonrisa ni soy un constructo elegido por Dios. Soy una inexactitud, un fantasma, una mente perdida en medio del mundo.
Mi declaración de intenciones es una bandera en blanco.
Es el desgarro de la piel y la saliva acumulada entre los dientes cuando uno quiere gritar y no puede, y es la noche solitaria y los golpes con los nudillos a la pared, y la sangre y las tensiones y los músculos agarrotados y la inexperiencia y el dolor de la soledad, de la siempre y eterna soledad, en medio de un bullicio de gente que ni sabe de ti ni quiere.
Mi bandera en blanco son todas las banderas de la gente que no tiene. De la ausencia de patria, del caminar sonámbulo. De la constante búsqueda del lugar adecuado, y del tropiezo una y otra vez, una y otra vez, hasta que andar se antoja tan difícil como pasar, mil y una fronteras de alambradas.
Mi declaración de intenciones es un ideal, que entra en el cerebro más rápido aún que una bala, y que te impulsa, con la mirada fija hacia delante, a coger tus dos ovarios y decir: yo puedo, yo puedo, yo puedo.
Yo puedo contra todo. Puedo como todas las mujeres que antes que yo, se partieron la cara y se enjugaron las lágrimas, y a las que les debo mi corte de pelo, mi sitio en esta universidad, mi derecho a leeros hoy, sin que nadie me censure, este relato.
Ellas son mi bandera. Ellas, y los huesos de las cunetas, y los megáfonos en medio de la manifestación, y la lancha cruzando entre mi tierra y la de más allá, que está solo a unos cuantos kilómetros pero parece de otro planeta. Mi bandera es el que vende pañuelos en la esquina de Feria y que todos los días, al pasar yo en bicicleta, me pregunta si estoy bien. Mi bandera es mi madre, y mi padre, luchando todos los días por mí y por mi hermana. Los que me atienden en la barra del bar, y el que, colgado del andamio, suda. El profesor que se deja la voz en la educación futura, la limpiadora que se destroza la espalda para que sus hijos tengan un plato que comer. Mi bandera es, la costurera que cose los pantalones que todos llevamos en esta sala, en Bangladesh, y que al final del día se duerme con cuatro compañeras más en un cuchitril en el que respirar da agobio, para que un par de malnacidos puedan pasearse en yate en las mismas costas donde otros mueren en pateras. Esa, es mi bandera, esa y la de la lesbiana que teme darle la mano a la persona que ama en medio de la calle, y el transexual que, mirándose delante del espejo, llora.
Porque todo esto, al final, no es más que un tiento a ciegas en medio de la habitación, de dar con el interruptor perdido de la luz, de arañar las paredes y desollarse los dedos y no encontrar ni un atisbo del encendido.
Pero es real. Este es mi discurso, esta soy yo, transparente, translúcida, y maldita sea si no es esto lo que tendría que decir, pero no sé hacerlo de otra forma.
Aunque al final, al final de todo, a punto de acabar este texto, me sigo preguntando
Mi declaración de intenciones ¿a quién le importa?

2 sept 2017

Al son de la cumbia

El espacio estaba lleno de carcajadas. Diego bailaba cada vez más rápido, a su alrededor las palmas se seguían las unas a las otras, coreaban sus pasos y los de otros tantos más. Un corro en el centro tocaba diversos instrumentos, y el notaba el pañuelo rebotándole en la barbilla, el suelo desapareciendo de sus pies. Se cruzaba los ojos con Pam, ella los tenía chiquitos por la risa, arrugados en los bordes, y se cogían del brazo, una y otra vez, separándose de nuevo. Con las miradas cruzadas, cantaban solo el estribillo, y se sentían amparados por el resto de la sala, y reían sin razón cuando este llegaba, y todo el mundo lo cantaba a la vez, y reían con ellos. Eran un solo pueblo alrededor de una sola canción.
El corazón a Diego le latía muy rápido, sentía la sangre caliente latirle por las venas, la felicidad en la garganta, gritaba, rodaba, se tocaba con Pam, enredaba los pelos en su dedo de manera efímera, luego sus cuerpos se separaban de nuevo y el contacto con ella desaparecía. La falda de ella se movía al ritmo de la música también, le sudaba la frente y tenía las mejillas coloradas, el pecho le subía rápido porque no era capaz de respirar con normalidad. 
La cumbia les hacía olvidar, todo lo que horas antes persistía en sus mentes y ahora era lejano como un sueño. 

25 ago 2017

El reflejo del espejo de José

Desde la decisión, José había sido feliz. Ahora se habían ido la presión en el pecho, la insuficiencia. Ahora se miraba al espejo y estaba él. 
Él con su pelo rizado y moreno, él con sus ojeras, con sus pecas, con sus granos en la frente, con su nariz casi perfecta, con su diente torcido, con el piercing de la oreja, con los labios secos, con la barba con canas -pese a que no llegaba a los veinticinco-, con su chicha de más, con sus pestañas largas, con todo el exceso de pelos de sus cejas. Con los pantalones rotos, con cinco arañazos en el brazo, con los codos secos, con la piel tostada, con la cicatriz al lado del pecho izquierdo, con sus dedos elegantes, con sus uñas bien recortadas, con el bigote despeinado, con el dolor en la pierna, con la camisa roja de su padre -que le quedaba grande, porque su padre pesaba veinte kilos más que él-, con la sonrisa. Con las mejillas y la nariz siempre coloradas, con las orejas frías, con el moratón en el ojo derecho.
Estaba él. Solo. 
La decisión le había llevado a:
los cinco arañazos
el dolor en la pierna
el ojo morado.
Pero no importaba. No importaba porque los cinco arañazos, y el dolor, y el morado, se irían. Para siempre. Y después de eso quedaría todo lo demás. De todo lo demás había cosas buenas, y cosas malas. Pero el espejo no le fallaba. Porque todo lo demás era suyo, era de su camino, era de él. No pertenecía a ningún hombre más.
Y las cosas malas de uno, los codos secos, el mal humor, la terquedad, la falta de memoria, son mejorables con un poco de crema hidratante y paciencia. Uno se aplica sus remedios sobre si mismo, uno habla con sus propios monstruos, uno se sonríe delante del espejo. No es fácil, pero ahí está.
Por eso José era feliz desde la decisión. Por eso José seguirá siendo feliz, solo, rodeado de todas sus cosas, que no tiene que justificar ni luchar ni cambiar por ningún hombre más que no sea él.
En el cuarto de baño, José y el reflejo de José en el espejo se sonríen. Tienen suerte de volver a ser una misma cosa.

Reinicio.

A la una y dos de la madrugada/del día veinticinco de agosto/de dosmildiecisiete/reinicio
mis penas/mis alegrías/mis pasiones y mis esperanzas.
Reinicio mi placer, para mi sola, para nadie, o para todos,
y me propongo no abandonarme nunca más, aunque me cueste
pues escribir/es la única forma/de que la voz/siga resonando/en medio del túnel.
Y no se pierda.

25 abr 2017

Extranjero.

Camino, en la hoja en blanco, a la espera de poder definir la soledad, el hastío de aquellos días, que ahora contemplo en la lejanía como un recuerdo astillado. 
El acostarse muy temprano o muy tarde, el levantarse con pesadumbre, otro día más. A través de la ventana se cuela un rayo de luz, una vez cada veinte días, que rebota en la cama, en el que meto los dedos y del que me alimento. El único alimento posible del espacio. Fuera, el resto del tiempo, todo es gris y tan pesado que me duele la cabeza, la garganta, y las entrañas. Hace frío y salir es encarcelarme en los espacios abiertos, desconocidos, ásperos y enladrillados que aunque sepa recorrer nunca serán míos. Me da miedo el exterior, tan desastroso, tan bajo, tan falto de gente y de historias. Recorro las calles, movida por el impulso humano, a veces, al mirar todo el verde, los cisnes en el río, me permito ser feliz, en la inmensa soledad que hay entre ellos y yo. 
Un día, asfixiada en la opresión de la casa, en los diez metros cúbicos en los que he vivido, encerrada, todo el tiempo, salgo de noche, bajo las escaleras del río, pero está oscuro y no me muevo de allí, de la barandilla. Debajo de mis dedos, colgantes del metal, algunos patos se acercan a verme. Una pareja baja tras de mí, se internan en la oscuridad, juntos. Los patos me miran un rato. No me miran, no están junto a mí para ampararme, solo quieren comida. Pero lo cierto es que me amparan. 
Bajo, a la rutina, todos los días. Me acuesto tarde y me levanto tarde, lo más tarde que me deja el cuerpo. Hay un día en el que salir de la cama se me hace algo mortal. Me encuentro tan fuera de lugar. Salgo de mi habitación. Pero la casa, fuera de mi habitación, tampoco es mía. No es mi hogar. Solamente siento añoranza por la cama, por los colores, por el árbol que se ve a través de la ventana. Regreso a la cama, me fundo entre las sábanas, como si fuera la matriz de mi madre, me zambullo dentro del espacio, sintiéndome terriblemente sola, faltándome el alma, del sol, de una voz conocida, de mi madre abrazándome, haciendo una matriz de verdad con sus besos. Y no esto.
Intento disfrutar de los espacios, del ocio, pero todo es escaso y todo está frío. Y me llena, pero como lo hace un líquido viscoso, negro y desagradable, que esta apunto de hundirte en él para siempre. Camino, camino todos los días, para una cosa u para otra, con el líquido viscoso alrededor, y miro al cielo, espero al sol para que me lo derrita, pero el sol, que ha decidido no aparecer, ha dejado solos a todos los habitantes de este mundo. Y no les da luz, y son tenebrosos, todos pálidos, blanquecinos, parecen sacados de un cómic en blanco y negro sobre la segunda guerra mundial, de esos de trazos gruesos y precisión despreocupada. Fuman, duermen en la calle, hablan unos con otros, pero no parecen almas humanas. Ahora los recuerdo, recuerdo esas calles, esas personas, ese tiempo, y no soy, por mucho que me esfuerzo, de recordar nada en color.
He vivido con el corazón adormecido, todo este otoño, y parte de este invierno. Encerrada en diez metros cuadrados, con una ducha y un baño que no eran un hogar, y con una cocina que me asqueaba cada vez que entraba, con personas que me interrumpían cortando berenjenas, tomates, zanahorias. Personas que no me importaban ni entonces ni ahora y con las que tenía que mantener conversación. Ser tratado siempre como un extranjero.
Extranjero sempiterno, aunque al final, 
solo fueran,
cuatro meses.
Eso fue lo más horrible de todo.

6 ene 2017

La soledad de Hokusai.

Hokusai era una joven japonesa con nombre de hombre. Con el nombre del pintor que muchos años atrás había pintado las olas, y los cielos, y los barcos en frente de todo ello.
Pero ella no se sentía el pintor. Ella se sentía las olas, y el mar, y el barco. Se sentía las olas porque se atizaba contra sí misma, se hundía, se vomitaba la sal, los peces, las lágrimas. Y era también el barco porque era su madera la que se rompía, su interior el que sangraba, el que iba a parar al fondo del mar. Y era ese mar porque era el que lo acogía todo, el que se solapaba a sí mismo, el que se redescubría en las algas, en la oscuridad del fondo del abismo, donde no había nada más que silencio.
Hokusai estaba sola en el mundo, pero tenía una casa grande, y un kimono de flores, y un obi rojo que se ataba a la cintura cuando sentía que tenía demasiado aire en los pulmones, y se le acababan las ganas de respirar con pausa. Y tenía un padre y una madre que todos los días la despertaban de su cama, y le besaban la frente, y ponían comida en su plato con el sudor de su frente. Tenía una hermana, viva y avispada, que bajaba todos los días el río con un grillo como Mulán, escondido en la manga, y al que le cantaba canciones que luego con ella compartía, como un trozo de cielo que se desprendía de su voz. Por tener, Hokusai tenía hasta un apuesto pretendiente, un novio con el que salía todos los días por los cerezos, por los puentes, con el que cruzaba los riachuelos hablando de temas interesantes, que le hacían olvidarse de todo lo que le había preocupado siempre.
Pero pese a todo, Hokusai seguía sola. 
Seguía sola porque nadie entendía que ella era las olas, y el mar, el barco. Porque todo el mundo creía que era solo un nombre, una cara, una sonrisa, unas ganas de más. Porque todo el mundo menospreciaba cada uno de sus sentimientos, como si fuesen roca, como si fuesen comprensibles dentro de razonamientos ajenos, como si fuesen siquiera razonables, palpables, moldeables de alguna forma.
Hokusai era como el arte, el arte de los cuadros de Katsushika que con su mismo nombre, dos siglos antes que ella, pintaba todo lo que ella era ahora.
Era como el arte. Incompresible, criticable, y eternamente solo, perenne en una hoja de papel. 

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