El hospital huele a hospital. Hay ruedas de silla debajo de la gente, o gente encima de la silla de ruedas, lo mismo es, andando de un lugar a otro como si compitiesen por ver quien tiene más problemas. Los médicos andan de aquí para allá con blusas anchas, plasticosas y verdes, y en los pies unos zapatos que solo son dignos de llevar si los oculta un mostrador. El hombre avanza por el pasillo y ve que las luces se reflejan en el suelo. Sabe que si chupara el mármol sabría a limpio. Se estruja las manos mientras espera al ascensor, se limpia el sudor en los pantalones y nota el relieve de los bolsillos traseros arañandole la piel. No sabe porque están ahí, ya que no los usa (ni nadie introduce las manos en ellos, porque se ha quedado solo). Planta 1. Planta 2. Planta 3. Esa es la suya, pero por si no lo recordaba una voz de mujer se lo anuncia a través de un micrófono invisible. Se abre paso entre el vacío de los pasillos desiertos y agudiza el oído, pero solo hay silencio, eso y los latidos de su corazón en un tun tun apresurado. Encuentra la puerta, la 316 con números dorados, y pone la mano en el pomo. El sudor se queda pegado en el frío metal y desaparece.