Cuando era pequeña, mi abuela me contaba las historias del corazón del bosque. Nos sentábamos a la lumbre de la chimenea, con una manta hecha de retazos de telas perdidas y un chocolate caliente en las manos, y nos mirábamos a los ojos llenas de ilusión.
La abuela me hablaba de los monstruos que se escondían en lo alto de los árboles, de duendes que buceaban entre la nieve a la espera de encontrar diamantes perdidos y de hadas que agitaban varitas para cambiar estaciones. A veces le asaltaban ataques de tos y paraba el relato (quedaban congelados valientes muchachitos que se adentraban en la espesura con linternas y osos saltando en el aire para atrapar a sus presas), pero después proseguía y yo me perdía entre aquellas hojas de laurel que perfumaban la estancia.
Tras la ventana, muñecos de nieve nos escuchaban.