La mujer se siente sola, no sabe muy bien quién es. No está mal en el vacío oscuro del propio sexo, del no-roce, pero a veces echa de menos el volver a ser lujo y grito y escándalo.
Se camufla entre las cuatro paredes y allí, la mujer sueña. Lee libros, son como el orgasmo, la saciedad, el gemido que no encuentra en el resto de las cosas. También ve películas y escucha música. El mundo parado de estas cosas la hace feliz.
No debe pelear con nadie.
Es libre.
Pero esta sola.
La mujer se cultiva a sí misma como a una planta y se riega todo los días, pero a veces se le pudren las hojas. Lucha contra el aire que le aplasta la cabeza y la gravedad que la tira abajo más allá del suelo, por su individualidad, y entre las ventanas se le cuela a veces un deseo de roce de piel, de saliva, de un beso. Quiere volver a ser sexo, quiere volver a ser sangre y quiere volver a ser púrpura, pero todo lo que encuentra se le pierde debajo de la cama cuando juega a imaginar cosas que vuelven cálidas las sábanas. Nada más.
La mujer está sola y echa de menos los cuerpos. Piensa si es valiente por seguir a la deriva y pese a todo remar o si solo es una lucha de egos. Fuera de todo el espacio onírico sabe que solo la esperan desgracias. El amor lo imagina continuamente, como a un dios, luego recuerda el pasado y se le acaban las ganas.
Le duele el pecho y se hace daño.
La mujer se corta el pelo, se lo deja largo, se lo arranca del bozo y de las piernas y del entrecejo pero ¿para qué? ¿Hacer todo eso le hace más mujer? ¿Acaso no le sangra ya la entrepierna de todas formas?
La mujer se pregunta continuamente por qué es mujer.
Para qué, para quién.
Luego escribe este relato para tragarse las lágrimas.