30 jun 2022

Romper el esquema

 En el tren, observo el mundo y el cielo. Se pone el sol delante de mí, y pasan los pueblos y los cultivos y la tierra se vuelve naranja amarilla verde y marrón. Me siento viva, veo mi reflejo en el cristal, tan de cerca que pierdo toda referencia. La nariz, las pestañas, las pecas y los poros de la piel. El brillo en las gafas de metal. Y me doy cuenta, en ese preciso instante, de que tengo un cuerpo. Un cuerpo que salta, un cuerpo que corre, un cuerpo que come delicias y siente el salitre de la piel y se tuesta al sol. Unas manos que pueden coger, abrazar, sentir el tacto al entertarlas en la húmeda orilla del mar. Y puedo hablar y contar mil historias, las buenas y las malas. Puedo oír todas las canciones del mundo. La flauta, el piano, la voz humana, el violín. Oír el rugir de las olas, el ladrido de un perro, la risa de un niño, el te quiero de quien más me importa. Y mientras miro mi reflejo en el espejo, me doy cuenta también, que poco importa. Poco importa la forma que tengan mis manos para tocar poco importa la forma de mis ojos para ver y la forma de mis orejas para oír. Poco importa la forma de mis piernas y de mi vientre y de mi rostro, porque no estuvieron hechos para ser hermosos sino para abrirme paso en el regalo que una sola vez da el universo: estar viva.

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