13 mar 2011

Trece inviernos más.

Dicen que trece es el número de la mala suerte y que los gatos negros son signo de brujería. 
Que tú vives la vida en blanco y negro y yo en color.
Desde pequeños -a ti y a mí- nos ha gustado sentarnos en el balcón de casa de la abuela y mirar las estrellas como los poetas, para poder inspirarnos en ellas y construir poemas. Eran tu nariz arrugada, tus grises ojos entornados, el hipérbaton que utilizaba de vez en cuando, el asíndeton de ritmo apresurado y las mentiras piadosas para esconder realidades que a ninguno de los dos nos gustan. 
Estábamos en la habitación vacía del fondo de la casa, donde solamente hay cortinas blancas y un espejo en el que nos hacíamos fotos con los gorros de lana que Nani nos había tejido. 
Y después de tanta infancia, de tardes de amor abrazados y rezando nuestro propio santuario, tropezando con cada piedra del camino y levantándonos de nuevo, te das cuenta de que el pasado es como un día nublado y de que hay tantas cosas que no podemos ver que tienen que operarnos de miopía. 
Ya no consigo recordar como he llegado hasta aquí, ni como me sentaba en los inviernos fríos delante de la estufa.
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