1 jul 2025

La niña

Uno recuerda la infancia como si fuera toda una vida. Y en los momentos condensados de la memoria, sobresalen determinadas imágenes:

Las tardes en casa de la abuela Pilar con las primas, las mañanas de reyes magos donde en la salita de estar se acumulaban los regalos y uno podía verlos a través del cristal traslúcido de la puerta. Las comidas, las magdalenas, las risas y los juegos inventados en largas tardes que parecen retar el espacio tiempo en el cerebro. O las comidas en el Puerto, donde mi hermana y yo mirabamos por la ventana a través de los barrotes de la cocina, con los pies en el fregadero, mientras la abuela Sebas aprovechaba la distracción para meter una cucharada tras otra de una rica comida. Ah sí, y el taller del abuelo Paco, las virutas que acumulaba entre los dedos, el nítido olor a madera que aún hoy vuelve a mi memoria como el golpe de una ola cuando encuentro ese aroma en cualquier otro sitio.

Luego los años pasan y conforme uno crece le crecen también los huecos en lo interno. La magia desaparece, y la rutina cae como un manto pesado sobre la cabeza que hace castañear los dientes. Horas y días de cegera, de existencialidad, de necesidades cubiertas. 

Hasta que, mientras uno va en la bici pedaleando, o tiene un momento de silencio en el salón, con la aguja en la mano y la camisa rota en la otra, de repente pasa; algo da cuerda al subsconciente y uno puede observar el mundo con total claridad. Es como una maquinaría que abre el cerebro, y una vez abierto la apabullante sensación de estar vivo recorre todo el cuerpo hasta la médula. Son esos momentos de los que me alimento hasta rebañar el plato. 

Es que al final, sabes, en esos instantes me doy cuenta de que solo somos eso. Recuerdos y emoción. Construimos nuestra identidad alrededor de estas dos cosas y mientras tanto intentamos asirnos a la racionalidad, como un mástil en un barco a la deriva, sin conseguirlo nunca del todo. En el camino que vamos trazando nos persigue la niña de cuatro, seis, doce años que hemos sido. Nos persigue cargando toda esa época pasada como una nubosidad, ineludible, forjando nuestra personalidad en cada respuesta, en los vínculos con los demás que trabajamos cada día. Hay veces que me gustaría volverme hacia atrás y poder llevar a esa niña de la mano como si fuera mi propia hija, pero es imposible. Porque estamos ambas condenadas a no encontrarnos, en la mutua persecución infinita.

Pero no está todo perdido. Hay momentos en que la puedo ver, como un reflejo, por el rabillo del ojo. En las conversaciones con mi hermana, en la evocación de una anécdota con la prima. En el juguete que me regalaron los tíos, en la cocina de mi casa donde montamos entre mis suegros y mi madre aquella maraña de muebles. Y a media tarde, en la mesa con papá, mamá y la abuela, cuando me llevo un trozo de la tarta a la boca, y la abuela dice una vez más "¿esto lo has hecho tú? Está buenísimo", ahí la niña que he sido vuelve de repente y le puedo ver la cara y los pies y me sonríe, y sé que aunque hayan pasado muchas cosas, dentro de mí, ella sigue bien.  

Sí. Uno recuerda la infancia como si fuera toda una vida. Ojalá poder asir a todo lo que quiero de la mano como hacía con mis peluches cuando cría. Así no lo perdería nunca

nunca

nunca jamás.

 

 

2009-2017. Todos los derechos reservados a Ali Alina.