18 ago 2010

Tarde de verano.

Recuerdo que quedamos en la estación de trenes que iban hacia el norte. Tú con aquella motocicleta llena de barro de los años sesenta y yo con las sandalias que Aura me dejó un año pasado y que ni siquiera pude devolver. Cada vez que me las veías puestas decías que tenía un pedacito de ella pegado a la tierra.
Nos sentamos en aquellos incómodos asientos y empezamos a contar las nubes que éramos capaces de ver por encima de aquel techo ya casi opaco. Algunas hojas acumuladas danzaban de un lado para otro y nos tapaban la vista. Entonces tu parabas de decir números al azar y me mirabas... aún siento tus ojos verdes recorriendo mi rostro, tu sonrisa y tus dientes blancos.
- Ya no tengo ganas de contar nubes-me decías.
- Yo tampoco. Contemos esta vez pájaros.
- Por aquí no pasan pájaros.
Yo te miraba ofuscada y miraba hacia el cielo por si veía a alguno pasar. El sol me daba en los ojos y tú cogías tu gorra y me la ponías en la cabeza... ya no sé si puedo contar las veces que hicimos aquello, las veces que nos mirábamos y reíamos durante minutos prolongados.
- Por aquí no pasan pájaros-repetías, pero yo y mi orgullo ni te hacíamos caso.
Caía el sol de la tarde y ambos nos levantábamos. Cogías la chaqueta, te montabas en tu motocicleta y me mirabas, esperando que yo hiciera lo mismo. Justo entonces bufaba, miraba el reloj-las ocho y cuarto-y me sentaba tras de tí.
- Por aquí no pasan pájaros-sonreías.
- Ya lo sé, ya lo sé, pero siempre es bonito tener esperanza.

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