8 sept 2010

Como brochazos y pinceladas.

Debo agradecer a Natt esta entrada. Este relato va dedicado a ella, es lo mínimo que puedo hacer.

El cielo de aquella mañana era tan perfecto que creí que alguien lo había pintado en un lienzo y lo había dejado allí, para que todo el mundo pudiera admirar su obra. Tú y yo, como buenas amigas, nos quedamos una a la vera de la otra, acurrucadas entre la hierba verde en la que aún quedaban gotas de rocío. 
Los columpios aún se movían -hacia delante y hacia detrás, a un ritmo nada apresurado- mecidos por el viento seco de aquella tarde de abril. Los claveles, plantados un poco más allá, coloreaban la escena como un brochazo granate perdido en la inmensidad del horizonte. El sol eran gotas de pinturas, apenas unas salpicaduras anaranjadas, una mezcla de colores en la paleta, amarillo y rojo. Las huellas de nuestras pisadas en la tierra parecían sombras aplicadas con cuidado, las nubes eran trazos emborronados con agua. Estaba el puente a mi derecha, formado por tres arcos irreales e inventados. Caía el marrón en cascada y se fusionaba con el azul casi transparente del agua, creando reflejos turbios que se perdían en el poco oleaje. Los árboles florecían, llenos de verdes, de rosas, de amarillos y de morados.
- Es precioso ¿no crees?- te pregunté.
Tú jugabas en ese momento a tirar piedras planas al agua. Algunas rebotaban en la superficie y se sumergían poco tiempo después. Te diste la vuelta y te encogiste de hombros. 
Claro que tu no veías ningún cuadro, ni ningún color, ni ninguna pincelada ni ningún brochazo. No veías pintura corrida ni tampoco salpicada. 
Tú solamente veías un parque, y no la inmensidad del paisaje. 
Como casi todo el mundo.

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