Hokusai era una joven japonesa con nombre de hombre. Con el nombre del pintor que muchos años atrás había pintado las olas, y los cielos, y los barcos en frente de todo ello.
Pero ella no se sentía el pintor. Ella se sentía las olas, y el mar, y el barco. Se sentía las olas porque se atizaba contra sí misma, se hundía, se vomitaba la sal, los peces, las lágrimas. Y era también el barco porque era su madera la que se rompía, su interior el que sangraba, el que iba a parar al fondo del mar. Y era ese mar porque era el que lo acogía todo, el que se solapaba a sí mismo, el que se redescubría en las algas, en la oscuridad del fondo del abismo, donde no había nada más que silencio.
Hokusai estaba sola en el mundo, pero tenía una casa grande, y un kimono de flores, y un obi rojo que se ataba a la cintura cuando sentía que tenía demasiado aire en los pulmones, y se le acababan las ganas de respirar con pausa. Y tenía un padre y una madre que todos los días la despertaban de su cama, y le besaban la frente, y ponían comida en su plato con el sudor de su frente. Tenía una hermana, viva y avispada, que bajaba todos los días el río con un grillo como Mulán, escondido en la manga, y al que le cantaba canciones que luego con ella compartía, como un trozo de cielo que se desprendía de su voz. Por tener, Hokusai tenía hasta un apuesto pretendiente, un novio con el que salía todos los días por los cerezos, por los puentes, con el que cruzaba los riachuelos hablando de temas interesantes, que le hacían olvidarse de todo lo que le había preocupado siempre.
Pero pese a todo, Hokusai seguía sola.
Seguía sola porque nadie entendía que ella era las olas, y el mar, el barco. Porque todo el mundo creía que era solo un nombre, una cara, una sonrisa, unas ganas de más. Porque todo el mundo menospreciaba cada uno de sus sentimientos, como si fuesen roca, como si fuesen comprensibles dentro de razonamientos ajenos, como si fuesen siquiera razonables, palpables, moldeables de alguna forma.
Hokusai era como el arte, el arte de los cuadros de Katsushika que con su mismo nombre, dos siglos antes que ella, pintaba todo lo que ella era ahora.
Era como el arte. Incompresible, criticable, y eternamente solo, perenne en una hoja de papel.