Mi declaración de intenciones ¿a quién le importa?
Uno debe escribir su discurso para agradar a los demás, y así, como el discurso, la vida. Mostrar la mejor obra, las mejores intenciones, el alegato bien formado de un pensador perfecto. Pero esa no es mi verdadera declaración. Ese no es mi grito, ni mi altavoz. Porque yo no soy una cara pegada a una sonrisa ni soy un constructo elegido por Dios. Soy una inexactitud, un fantasma, una mente perdida en medio del mundo.
Mi declaración de intenciones es una bandera en blanco.
Es el desgarro de la piel y la saliva acumulada entre los dientes cuando uno quiere gritar y no puede, y es la noche solitaria y los golpes con los nudillos a la pared, y la sangre y las tensiones y los músculos agarrotados y la inexperiencia y el dolor de la soledad, de la siempre y eterna soledad, en medio de un bullicio de gente que ni sabe de ti ni quiere.
Mi bandera en blanco son todas las banderas de la gente que no tiene. De la ausencia de patria, del caminar sonámbulo. De la constante búsqueda del lugar adecuado, y del tropiezo una y otra vez, una y otra vez, hasta que andar se antoja tan difícil como pasar, mil y una fronteras de alambradas.
Mi declaración de intenciones es un ideal, que entra en el cerebro más rápido aún que una bala, y que te impulsa, con la mirada fija hacia delante, a coger tus dos ovarios y decir: yo puedo, yo puedo, yo puedo.
Yo puedo contra todo. Puedo como todas las mujeres que antes que yo, se partieron la cara y se enjugaron las lágrimas, y a las que les debo mi corte de pelo, mi sitio en esta universidad, mi derecho a leeros hoy, sin que nadie me censure, este relato.
Ellas son mi bandera. Ellas, y los huesos de las cunetas, y los megáfonos en medio de la manifestación, y la lancha cruzando entre mi tierra y la de más allá, que está solo a unos cuantos kilómetros pero parece de otro planeta. Mi bandera es el que vende pañuelos en la esquina de Feria y que todos los días, al pasar yo en bicicleta, me pregunta si estoy bien. Mi bandera es mi madre, y mi padre, luchando todos los días por mí y por mi hermana. Los que me atienden en la barra del bar, y el que, colgado del andamio, suda. El profesor que se deja la voz en la educación futura, la limpiadora que se destroza la espalda para que sus hijos tengan un plato que comer. Mi bandera es, la costurera que cose los pantalones que todos llevamos en esta sala, en Bangladesh, y que al final del día se duerme con cuatro compañeras más en un cuchitril en el que respirar da agobio, para que un par de malnacidos puedan pasearse en yate en las mismas costas donde otros mueren en pateras. Esa, es mi bandera, esa y la de la lesbiana que teme darle la mano a la persona que ama en medio de la calle, y el transexual que, mirándose delante del espejo, llora.
Porque todo esto, al final, no es más que un tiento a ciegas en medio de la habitación, de dar con el interruptor perdido de la luz, de arañar las paredes y desollarse los dedos y no encontrar ni un atisbo del encendido.
Pero es real. Este es mi discurso, esta soy yo, transparente, translúcida, y maldita sea si no es esto lo que tendría que decir, pero no sé hacerlo de otra forma.
Aunque al final, al final de todo, a punto de acabar este texto, me sigo preguntando
Mi declaración de intenciones ¿a quién le importa?