El niño balbucea, se bambolea como una bola dentro de la bolsa y ella quisiera que no estuviese allí, que estuviese en casa abrigado junto a la lumbre y un par de mantas de la abuela por encima, pero no es así. El niño no sabe hablar pero sus ojos han visto muchas cosas, y entre las babas se le escapa lo que sabe; la gaviota encima del cielo, el agua que le moja a veces los pies, la sal que se mete por sus orificios nasales.
El niño es negro y tiene la piel rasgada y rota como un viejo. En algún momento, ella espera que pueda hablar, que articule las sílabas, bla blu bla, y se ría de los chistes que ella cuenta, y le mame del pecho con su carencia de dientes, de la encía blanda y casi blanca por la falta de nutrientes, pero también sabe que es casi imposible, porque sus pechos están agrietados y tienen costras y la leche no le sale porque tampoco le viene la regla, y se le clavan los huesos de las caderas en el asiento de madera y se le mojan los pies y el culo y el paño rojo que la cubre se le pega a la piel como si fuese una gasa de seda.
El niño balbucea, ella le toca la mejilla, lo calienta con la palma de la mano, lo pone junto a su pecho, y llora. Un poco solo, que no se den cuenta los demás. Porque en medio del océano, de la tranquilidad y la calma oscura y cruel del océano, su llanto se expandiría como una voz rota en medio del silencio.