El abuelo decía "La vida es corta, pero ancha. Uno tiene tiempo para todo". Y ahora, confinada en este espacio oscuro, sin más compañía que mis propios silencios, me gustaría que estuviese aquí y pudiese decírmelo a la cara.
Sí, es cierto. En la vida hay tiempo para llorar, para reír. Tiempo para viajar, para leer, para pelear, para hablar, y sobretodo para amar. He amado a mucha gente en mi vida, y todos han pasado por mis días con la suavidad de las cosas rutinarias. Pero ahora la rutina ha desaparecido. O peor aún, se ha convertido en algo sentenciado. Ha mutado y, de alguna forma, su nueva silueta se parece mucho a la de un monstruo.
No sabía que había gente a la que no deseaba perder hasta hoy. No sabía que había gente a la que quería hasta hoy. Porque, de repente, te quitan el calor de un cuerpo humano y todo lo demás es tan irrelevante que duele.
En la vida hay tiempo para muchas cosas. También para la soledad. Esa soledad que ronda siempre en la recámara del cerebro, que sientes en el corazón y que apagas todos los días, llenándote de conversaciones banales, de relaciones banales, hablando sin parar para acallar al silencio. Es fácil creer que uno sabe estar solo cuando no tiene que enfrentarse a esa sensación de verdad. Cuando mira hacia delante y no sabe si podrá ver a su familia y amigos en dos semanas o en dos meses. Cuando te asomas a las ventanas y ves a la gente, en sus casas, rodeada de los demás, pero tu no tienes a nadie.
Porque ahora, aquí, todo lo que queda es una habitación vacía, en una casa vacía, donde solo estoy yo. Yo, que llevo tanto tiempo odiándome, que llevo tanto tiempo huyendo, con el corazón doliéndome a cada paso, incluso ahora.
Sí, abuelo, llevabas razón. En la vida hay tiempo para todo.
Y tal vez este sea el tiempo de dejar que los silencios hablen y escuchar.