Hay un reflejo en la ventana. El de todas las cosas de esta habitación que, en un universo paralelo, contactan con la realidad a través del frío del vidrio. Detrás, las luces de una ciudad que aguarda en silencio a que la observe. Me siento en la cama, con la luz de la mesilla encendida, y abro la ventana dejando que el frío me de en la cara. Desde el séptimo donde está mi habitación, el viento se cuela por todos los rincones. Suena como una solista de jazz, lo oigo rebotar por las paredes.
El paisaje es grande y yo lo veo, pero el no puede verme a mí. Contenida entre miles de ventanas más, me desvanezco. Me gusta desaparecer de repente, en medio de los sonidos de sirena, de las motos acelerando, del tren pasando por su vía frente a mí, llegando al fin a su destino. Me gusta no ser nadie porque, de alguna forma, es la única manera que encuentro de serlo todo. De ser el cielo, las nubes, las antenas de los edificios más altos, las luces que se apagan en las ventanas, la primera nota musical que sale del altavoz de mi teléfono móvil. Parte de un mundo que va tan rápido que uno no tiene tiempo ni de alcanzarlo con la mano, porque se desvanece entre los dedos como la arena.
Cuando abro los ojos a ese mundo, cuando me fijo en cada pequeño detalle del paisaje, entonces comienzo a ver. Veo de verdad, libre de la ceguera pasajera con la que la vista se nubla en el día a día, libre de la ansiedad, de los miedos. Me doy cuenta de que estoy viva. Que me late el corazón, que pienso, que soy capaz de almacenar recuerdos y que, al borde de mi cama, siento el frío del alféizar y oigo la música y detrás del móvil está mamá, y delante de mí un mundo entero que, desde que nací, alguien me regala sin pedir nada a cambio. En esos momentos la vida se me antoja sencilla. No me pide nada. Me doy cuenta de que lo único que tengo que hacer es vivirla.
Luego me retiro de la ventana y la ceguera vuelve a mí. Me regresan las preocupaciones del trabajo, de la inestabilidad, el miedo a perderme, a no ser suficiente, la comparativa. Pero en esos instantes delante de la ventana, bajo el cielo nocturno, todo se me olvida y puedo llorar de felicidad, sin miedo alguno, volviendo a ser una niña.