26 feb 2024

El hilo

Caminamos agarrados a un hilo invisible que nos tira y aprieta. Vivimos asidos a él, sabiendo hacia donde nos lleva, pero incapaces de soltarnos. 
A veces el hilo se nos olvida y desaparece, pero solo es una ilusión. Vuelve numerosas veces y siempre hace daño pero por alguna razón la sensación que nos deja en el borde de las manos nos hace ser incapaces de odiarlo. 
El hilo es especialmente visible en las despedidas. En esos momentos, brilla de una manera especial. Es un destello grande que te ciega y te hace perder la sensación de estabilidad y parece que los pies no tocan el suelo sino que flotan en medio de un vacío del que no puedes y jamás podrás ser, plenamente consciente. Porque despedirse de los demás es, en parte, como despedirse de uno mismo. Despedirse de los demás es un ensayo hacia lo que, en algún momento, será nuestro propio adiós. 
Y en el medio de ese vacío y de esa inestabilidad, no se puede hacer otra cosa, que volver agarrarse, con fuerza, a él. Y entonces es cuando te das cuenta. Es cuando lo ves. Que el hilo nunca ha sido solo tuyo. Que este no una cosa imperturbable y única, sino que está (y siempre ha estado) conformado por fragmentos de hilos todos los demás. Y que ahora que te despides, ahora que ves otro hilo terminar, hay un fragmento de él que se desprende y se pega al tuyo como la arena se te queda pegada en la piel mojada. 
Ese fragmento de hilo habla sin hablar, y es capaz de contarte muchas cosas. Es la noche escuchando los cuentos de papá. Es el calor del abrigo tejido de la abuela. Es una cuchara de la comida de mamá y el beso en la frente cuando tenías fiebre. Es las virutas de madera del taller del abuelo encima de la mesa. Es la mano de a quien has amado en medio de la noche en la cama. Es la pelota en el parque volando y cuatro patas corriendo tras de ella. Es la noche de concierto con tu mejor amiga y una tarde de café en verano, en una terraza agradable, con tu hermana. Es mirar el paisaje a través de la ventana en el tren, a la deliciosa espera de encontrarte con tu familia en navidades. Ir con la bicicleta cuesta abajo y sin frenos, meterte en la cama en invierno, pasar las hojas de un libro y llorar de la risa. 
Pero el hilo son también otras cosas. Es la ira en el borde de la lengua subiendo por el estómago. Es el portazo, es el suspenso, es la mala palabra de alguien que quieres como un aguijón hacia ti. El hilo también es una caída en bicicleta en medio del parque, una mancha inesperada en el dibujo, un objeto querido y roto. El hilo es la herida en la piel, la enfermedad, la caja vacía y la habitación estrecha.
Y eso no lo hace más malo, y no lo hace peor. Porque es por el contraste y los aprendizajes de todas esas cosas, que entonces las primeras cobran todo el sentido. Es el deseo que tenemos como seres extraños en un mundo inconexo de volver a sentir, una vez más, todas las cosas buenas que ya una vez nos pasaron. Y es el ser conscientes de ellas porque tal vez, ahora, ya no podamos tenerlas. 
Es por eso que en la tristeza de las despedidas todos esos fragmentos de hilo cobran una importancia y llenan el alma de una forma que nada podría imitarlo jamás. Y el hilo brilla, brilla fuerte, y yo pierdo el contacto con la tierra y floto. Pero no tengo miedo a perderme, no tengo miedo a no tocar el suelo con los pies o a no saber hacia donde me dirijo. No, ya no.
Porque yo
me fio
de mi hilo.

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