El libro roto, como las cuencas de los ojos del bosque, contiene muchas cosas aunque ya no esté; nuevo, brillante, recién sacado de la imprenta como un niño del vientre de su madre.
En la tendencia al rechazo de lo imperfecto, tendemos a ver el libro roto como una presencia defectuosa en medio de la habitación. Queremos cambiarlo, arreglarlo, deshacernos de él. Nos incomoda. Y al ser abandonado o, lo que es lo mismo, no escogido de manera voluntariosa, un libro deja de ser un libro. Pasa a formar parte de un montón de cosas más, y la banalidad le cubre todas las entrañas.
Pero, si uno quiere al libro roto pese a todo, y lo puede tocar con la emoción y el intelecto, si este puede encontrar su casá -sofá y manta- entre otros tantos de la estantería, y residir ahí mezclando sus historias, entonces los golpes y fisuras podrían ser su nueva piel. Porque al final, qué es la herida, sino una consecuencia de existir. Como la manzana que se pudre, como el caudal del río que cambia, como la cuenca de los ojos de un bosque que, inmutable durante siglos, cambia en cada segundo un ápice de sí mismo, para seguir estando vivo.