El sol aún da caluroso en el suelo aunque ya son las 7 y media de la tarde. En una esquina de la piscina comunitaria observo, sola, a mí alrededor. Hay una paz en el ambiente que me da picor en la nariz y me anima a llorar, pero me contengo porque no siento que esa sea la reacción necesaria ahora. También se está bien con la honda sensación de tranquilidad en el estómago. Un niño con patinete pasa por delante de mi y el sonido de las ruedas en el suelo retumba rompiendo la paz. De fondo solo se oye el agua y la voz de una familia con dos hijos pequeños que se divierte en la piscina. El verlos me reconcilia con mi futuro. Él lleva al niño entre las manos. Es pequeño y sonríe. Lo levanta en volandas y de vez en cuando sus pies rozan la superficie. La madre y la niña hacen el pino debajo del agua y ninguna lo aguanta muy bien, pero hay un esfuerzo en la cara de la pequeña, una seriedad en el ejercicio, que hacen el acto dulce. Me doy cuenta de lo irrelevante que es el momento para la madre. No porque no le importe su hija, ni la situación. De hecho parece disfrutar bastante de ella. Es más bien la comprensión de que todas sus preocupaciones serán montañas en comparación con el grano de arena que le supondrá, no hacer correctamente el pino debajo del agua. Pero para la hija, para ella parece la cosa más importante del mundo.
Un par de chicos regresan. Desde abajo de la piscina, un hombre les ha pedido que les ayude a descargar unas cosas. Ellos han accedido sin rechistar y han bajado en chanclas. Ahora están de vuelta y siguen hablando de sus problemas apoyados en la barandilla. Hablan con un lenguaje de juventud que se me escapa pese a que no nos llevamos tantos años. O tal vez sea mi autopercepción, y yo suene y haya sonado igual al hablar con algunos amigos de temas banales, como ellos hacen ahora.
El sol, que se ha ocultado tras una nube, vuelve de repente y me calienta las manos y los pies. Sé que hay pocas sensaciones tan agradables como está en la vida, aunque existan. No estoy en ningún lugar especial ni viviendo nada exquisito, pero entiendo que este momento me arroyará cuando en la cama, una noche triste, escuchando una canción emotiva, recuerde situaciones aleatorias de mi vida donde me he sentido plena con el mundo. Hay momentos que predigo que se quedarán marcados en mi memoria. Lo sé incluso cuando los estoy viviendo, porque son los ratos en los que tomo consciencia y palpó la vida con el aliento. Otras veces voy por encima sin pensar demasiado, y esos ratos los depura la memoria como el agua al papel mojado, y se desvanecen sin despedirse.
Coloco los dedos entre mis dientes en un gesto nervioso que me tranquiliza y me alegro de mi soledad. Me alegro de estar aquí sola mientras espero a Sergio sin prisas, sin ansiedad. Soy consciente de que está jugando al frontón con sus amigos a unos metros de distancia aunque no puedo verlo ni escucharlo, y me alegro de estar compartiendo los espacios con él, de saber que solo tengo que levantarme y andar unos pasos para saludarlo. Para observar cómo le da a la pelota con su gorra recién comprada, de un beige verdoso y apagado, y como se alegra de verme y me saludará de forma tierna.
Pero ahora no necesito eso. No necesito levantarme ni moverme de aquí porque estoy a gusto. Palpo el bañador. No está seco ni húmedo, tal vez no termine de secarse realmente hasta que, en casa, me lo quité y tras mojarlo para quitarle el cloro, lo tienda en el balcón. Seguramente me humedecera el vestido al ponérmelo para montarme en el coche, y se le queden a este unos surcos de cal blanquecinos, que tenga que quitar más tarde. Siempre me pasa lo mismo.
Miro la pantalla del móvil, donde estoy escribiendo este texto y, sabiendo que no tengo en este momento nada más interesante que decir, pongo el último punto y lo apago.