Mario era mudo. Quería expresar todo lo que sentía, pero como no podía con la boca lo hizo con la mano. De ella las letras salían despedidas, soltaban tinta y derrapaban al final del papel. Mario escribía con la esperanza de que algún día alguien le leyera, pero sus historias nunca tenían final y se quedaban abandonadas en el cajón con motas de polvo como chaqueta. Una tarde, cuando estaba a punto de perder la esperanza, Mario se montó en el tren de vuelta a casa y escuchó la voz de una chica un poco más atrás.
"Pues a mi no me gustan las historias de Tom, nadie sería capaz de creer en ellas con esos perfectos finales de cuento de hadas. Eso es lo que tienen los buenos autores, te hacen creer que lo que lees puede ocurrirte en cualquier momento, aunque sea tremendamente irreal. No, definitivamente no me gustan sus historias, en la realidad, las buenas nunca tienen final".