La plaza estaba desierta y solamente varias palomas picoteaban del suelo mojado por las últimas lluvias. Mantenía la capucha sobre su pelo liso y castaño, los ojos abiertos lo justo para observar y una sonrisa que se atisbaba en la comisura de sus labios.
Al principio había pensado que aquella vez iba a ser diferente, pero había sido solo una corazonada. O eso creía. La mujer le había pagado la suma de dinero correspondiente y había desaparecido sin siquiera dar su nombre, pero él sabía que volvería; siempre lo hacían. La curiosidad, la culpa los obligaba a retroceder de nuevo, así que en menos de dos meses el despacho se llenaba otra vez, los clientes preguntaban que tal, cómo había ido, si estaban a salvo e incluso algunos imploraban, pedían el perdón e intentaban pararlo, pero para la mayoría de ellos ya era demasiado tarde.
Lo que pasara después no lo preocupaba. Sabía hacer su trabajo en silencio, oculto entre las sombras, y jamás lo descubrían. Nunca daba un nombre real ni enseñaba el rostro, y que decir de los trucos que se guardaba siempre en la manga.
Seguro que más de un ladrón habría matado por tenerlos.