6 mar 2010

Sin darme cuenta.


Llegó el día en el que me perdí sin darme cuenta.

Era de esperar, la oscuridad se cegaba cada vez más sobre mí, se abalanzaba, me agobiaba y yo no podía más que acurrucarme en un rincón, muerta de frío y de miedo, muerta de rabia. Aún recuerdo el día que la conocí, vestida ella de negro, yo de blanco, ambas en el parque, oyendo de fondo el gritar de un niño. Nos saludamos educadamente y nos sentamos en un banco, cada una en una esquina, polos opuestos en el mismo mundo. Fue ella quien rompió el silencio. Carraspeó, se puso la mano en la boca y me lanzó una mirada de soslayo, casi sin darse cuenta nuestras manos se tocaron. ¿Y que culpa tenía yo de estar en el parque, en aquel momento? La oscuridad vana, silenciosa y lúgubre me tendió una trampa.
Los árboles junto al otoño, dejando caer sus hojas color del alba, color amanecer nítido y precioso. Caían sobre el agua, creaban hondas que parecían mensajes secretos lazados a los peces. Yo no era capaz de reparar en ellos, no era capaz de observar la mariquita posarse sobre las ramas desnudas, porque la oscuridad me cegaba. Recuerdo el momento justo, yo sentada sobre la barandilla, balanceándome, como queriendo caer y desplomarme contra el barro. Ella llegó y me tomo de la mano, yo no pude oponer resistencia.

La oscuridad iba de negro y yo, de blanco. Nos perdimos en ese mismo atardecer, descendiendo por un caminito de piedras y fango.

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