Nunca había fallado en su trabajo. Sabía mantener la cabeza fría, bien alta, y llevaba a cabo todas las misiones sin titubear. Había tenido muchos clientes y ninguno había salido insatisfecho, pero sin embargo aquella vez fue diferente. Lo supo desde el momento en el que la chica de labios color carmín entro por su puerta, manos enfundadas en largos guantes de lino y manchadas por un cigarro a medio consumir que desprendía ceniza. Parecía sacada de una novela del siglo XIX, tan peripuesta, perfecta y curvilínea. Tomó asiento sin hablar y lo miró, visiblemente sorprendida. Estaba claro que esperaba algo más, como todos los que habían pisado aquella moqueta alguna vez.
—Buenos días —dio una calada y, al ver que nadie respondía, prosiguió —he venido aquí para contratar sus servicios. Se trata de un varón, aproximadamente veinte años de edad. Tiene el pelo moreno, rasgos orientales, no demasiado espigado, pero tampoco ba...
—¿Tiene una foto? —interrumpió, inclinándose hacia delante.
—Sí... sí, claro —balbuceó, rebuscando en su bolso y sorprendida por aquella falta de formalidad. Se la tendió al hombre, que la observó con detenimiento para tirarla junto a otros papeles a un lado de la mesa —¿puede usted...?
—Claro que puedo, pero no le va a salir gratis ¿sabe?
—Ya lo había supuesto —la mujer le tendió un cheque y el hombre lo miró, sonriendo.
Era más que suficiente.