La ciudad está enterrada en la derrota. Hundida hasta los tejados de tierra roja llena de prejuicios, las ventanas abiertas de par en par, con los cristales rotos y flores muertas en las repisas. Hay en el asfalto charcos de sangre y de envidia, nubes que bajan y en vez de rozar el cielo rozan el suelo, remolinos de aire como los que describía Clarín al inicio de La Regenta, que juguetean por las aceras y ascienden en las paredes llenas de escarcha y congeladas por el frío.
El cielo está tan rojo que parece el infierno. De verdad, el maldito infierno.
Las personas ya no pasean por las calles, solo caminan con la mirada perdida y llena de nebulosas. Y como no los alaban, ni les sonríen, ni les prestan atención, los árboles han terminado desnudos y muertos, y los edificios son todos iguales, ladrillo y hormigón que ya nunca más se admirarán. Las catedrales se han caído -la tierra vuelve a la tierra-, se rajó el papel fibroso de los libros y hay abandonados juguetes en parques que huelen a óxido.