Hay noches en las que no puedo dormir y me pongo a recordar. Entre las vigas del techo encuentro mi casa de la playa, las luces que había sobre la puerta y que, cuando se iluminaban, eran como los ojos de un gigante cuadrado que me observaba. Recuerdo que los días de arena y olas a mi abuela le gustaba sentarnos en el balcón de cenefas azules y blancas y nos daba la comida mientras contaba historia de gente que pasaba.
Entre las imperfecciones de la pared blanca hay más recuerdos. Recuerdos de una mochila pequeña en una silla que simbolizaban mi primer día de clase, los ojos azules de un niño que se chupaba el dedo por la calle, las luces parpadeantes de una bicicleta en la noche, una nube con forma de delfín en la carretera camino a casa.
Y en las aspas del ventilador, el olor a chocolate de los domingos, el abrir y cerrar de una cremallera en un jersey hecho a mano, la sombra del vecino tras las cortinas haciendo de comer, el gesto de una sonrisa que aún guardo con cerrojos, meter la mano en el armario y tener la esperanza de tocar la nieve de Narnia, la sombra difuminada del carboncillo de mi abuelo sobre el papel, los ojos de Van Gogh en uno de sus cuadros y la textura de una colchoneta para saltos.
Y miles de millones de recuerdos que siguen ahí, aunque yo no los vea, esperando a salir de los cajones olvidados de la memoria.