Dean cogió las pastillas blancas de encima de la mesa y las sostuvo frente a sus ojos. Eran frías y asépticas, llenas de componentes mudos que le causaban dolores de estómago. No le gustaban. Sabían a medicina.
Se alisó los pelos. Después de conducir de aquella forma, las canas se le habían ido para atrás y parecía un motorista de los años sesenta, con la barba sin afeitar y el cabello agitado por el viento. Will (sentado tras él) le había dicho que acelerara, pero cuando le paró la policía porque corría demasiado de nada le sirvió decir que el hombre causante de aquello estaba a su espalda. El tipo se había esfumado cuando señaló la parte trasera de la moto, ni rastro de él en todo el trayecto.
Tiró las pastillas por la ventana -un buen regalo para el vecino de abajo- y oyó como se hacían añicos contra el suelo de mármol. Una vez, hacía muchos años, vio como una niña se tiraba desde un balcón y se partía en trocitos también, como la porcelana. Ni rastro de sangre, solo una vasija rota que nadie reclamó. Pobre.
-Cariño ¿te has tomado las pastillas? -le gritó su mujer desde la cama.
¡Claro que no se había tomado las pastillas! Pero aquel secreto solo lo sabía él. Él y el hombre de cara pálida del salón, que lo observaba frente al televisor todas las noches mientras veía una película de tiros.