Cogen el 600 de George y viajan por las carreteras sin un rumbo fijo. Sara, en el asiento de atrás, se ve reflejada en el espejo retrovisor. Tiene los labios pintados de rojo y unos ojos tan azules como el mismísimo mar. "Vayamos a un lugar lejos de aquí y no regresemos jamás" dice entre susurros, y su voz se mezcla con el solo de guitarra que sale de la radio. George le da la mano. Conduce con la otra. En los labios tiene un cigarro apagado hace más de media hora y que le ha llenado los pulmones de cáncer mortal.
Pararán en la próxima estación de metro, harán el amor en un motel, tomarán palomitas y café y luego regresarán a casa con los pelos despeinados, la ropa puesta del revés y marcas de besos en el cuello.