Tenía los ojos grises de su madre, aunque no la conocía. Corría más rápido que mil y un leopardos, pero no por ello había escapado de las garras de la policía, -las sirenas de fondo como banda sonora de su vida-. En la cárcel estuvo dos veces, encerrado entre cuatro paredes frías como el hielo y oscuras como la noche, con la cabeza gacha, los codos sobre las rodillas y las manos hundidas en el pelo azabache. Le llamaban Robin Hood. Vestía camisetas de segunda mano y robaba manzanas en el mercado. Manzanas y pan y gorras y dinero de la caja. No había piedad en su mirada, pues más de una vez le habían partido el labio inferior por dudar de sus enemigos, ni inocencia en su cuerpo, elástico y lleno de heridas. Ayudaba a aquel que lo necesitara, al menos hasta que lo cogieron por tercera vez y lo plantaron frente al jurado. (Ahora, espera su sentencia).