Había una vez dos partes de una misma historia, dos corazones entrelazados y palabras de tinta que se fundían en el mar. Había una vez dos pares de ojos grandes que jugaban a imaginar.
Alma había soñado con aquel momento tantos meses, tantos años, que no sabía si de verdad era real. Cada varios minutos debía de pararse a pellizcar su mejilla sonrojada para estar segura de que no tenía que despertar, pero no, allí estaba él, prendiéndole la cintura, con el sombrero borsalino de paja que le hacía parecer un explorador intrépido, místico y oculto en si mismo. De repente, en aquella puesta de sol junto a la calita en la playa, Alma se preguntó cuantos lugares había explorado antes de aquel momento, cuantas veces había pensado en ella y si en algún momento le había dicho su nombre a las estrellas.
(Ella sí que lo había hecho, tantas veces que seguro que sus palabras habían dejado estelas en la Vía Láctea).
Gigarettes no empieza aquí.