Tat se montó en el tranvía que recorría toda la ciudad con zapatillas de estar por casa. Fue creciendo entre los asientos llenos de verde, entre las barras a las que se tenía que aferrar de vez en cuando para no caer, entre las personas que entraban y salían, que cruzaban palabras y experiencias con ella. De repente, el tranvía aceleró y fue tan rápido que algunos pasajeros tuvieron que sujetarse los sombreros, amenazantes con salir volando. Tat no sabía a donde agarrarse, a quien sostenerse para no caer. Había pocas caras conocidas y los extraños la miraban ofuscados. Se asomaba a la ventana y veía solo imágenes desfiguradas que desaparecían a los pocos segundos y se fundían con otras. El paisaje cambiaba tan a menudo que ya no sabía ni que pensar, pero como todo, el tranvía volvió a la normalidad, se paró en la siguiente estación y nuevas personas empezaron a subir y a bajar.
Algunas llevaban maletas para quedarse y otras no aguantaban mucho tiempo, pero Tat hizo tantas amistades y compartió tantos secretos en aquel tren que el tiempo se le pasó volando. Volvió a mirar por la ventana y descubrió que la ciudad había desaparecido, sustituida por un campo lleno de amapolas en un anochecer perfecto. Llena de una paz infinita, Tat se quedó dormida en el tren y despertó a la mañana siguiente con el piar de unos cuantos pájaros. Había llegado a su parada. Bajó lentamente, sin prisas, sin maletas, y anduvo por la estación hasta que se la tragó la niebla.