Zimbané vivía enterrada en un mundo de bibliotecas, alejada del cielo, de la tierra, de todo lo tangible. Hundía la nariz en la tinta del papel y cerraba los ojos a la espera de que las sensaciones subieran por toda su espina dorsal y estremecieran a su cerebro. Creía que en los libros se encontraba su felicidad y, en parte, estaba en lo cierto, pero estaba sola. Y la soledad nos vuelve amargados, apesadumbrados y locos.
Sin embargo, un día Zimbané descubrió los rayos de sol sobre la piel, el aire rozando las mejillas y el beso del amor, y corrió fuera de aquella habitación oscura, dejando la silla vacía y el libro abierto por la página trescientos seis, dónde desde entonces se acumulan todos sus recuerdos.