Con la música de ese piano aprendí a andar. Me apoyaba en una de sus patas oscuras y daba pasos cortos en busca de alcanzar el rostro de mis seres queridos, de imitarlos para poder entrar en su círculo y no tener que quedarme apartada en un lugar desolado de la habitación. Aprendí a escuchar, y los oídos se abrieron como libros y dejaron que la música entrara y embargara mis sentimientos y se los llevara lejos de mí porque no pude pagar el último mes por falta de sonrisas. Con la música de ese piano aprendí a recordar, a ver esos instantes perfectos de mi pasado que jamás podría borrar de mi mente, y de mano de Mozart, de Bach, del gran Beethoven tocados por la abuela Tat en las teclas puras y blancas viajé a mundos en los que ya había estado, pero a los que me moría por regresar. Y aprendí a amar, a llorar, a susurrar, a recapacitar, a vivir, a soñar.
Pero la abuela desapareció, y cuando yo ya era mayor tiraron el piano por miedo a los recuerdos, como si ellos pudieran hacerles daño, el banco embargó la casa y viajamos lejos, para huir de algo que nos perseguiría hasta el infinito y más allá. Y mi dolor era más grande que toda la tierra, el mar y el cielo juntos, porque cuando las cosas nos hacen felices pensamos que serán para siempre.
Y solemos equivocarnos.