Tat enciende el cigarrillo, y la luz del mechero ilumina la sala, vacía. Está sola.
La puerta recién cerrada, aún puede oír los pasos de Pam bajar las escaleras. Tiene en su nieta un enlace con la realidad, al que se aferra con tal fuerza que a veces le tiemblan las manos. Hace tiempo que lo perdió todo. A sus hijos, a su marido, a sus amigos. Desaparecieron de repente, y mire a donde mire de ellos solo queda un rastro que se desvanece como el humo que expulsa de sus pulmones.
Tat se pone de pie con esfuerzo. Abre la persiana y la luz ilumina la estancia. Es un espacio vacío de cosas, que ha ocupado con silencios. Fuera, el mundo exterior fluye. Ve a Pam salir por la puerta, con las manos metidas en los bolsillos; luego la pierde entre la multitud y sonríe. En dos horas, su nieta cogerá un avión. Tiene todo el futuro por delante.
Dando la espalda a la ventana, Tat vuelve a fumar e inspira hondo, pasando los ojos por la habitación. El dolor le golpea el pecho, pero lo saluda como a un viejo amigo. Apura el cigarro hasta la última calada, luego lo apaga sin prisas. Se sienta en su hamaca y estira la mano para coger el libro que está leyendo. Piensa en lo bonita que es la imagen que sus ojos ven: sus venas a través de la piel arrugada, las páginas amarillentas, un dedo manchado de tinta. Reclina la cabeza hacia atrás y suspira. Un mechón de canas blancas le tapa la frente.
-Ha sido una buena batalla -suspira, y una carcajada se le escapa de entre las manos -Ha sido una buena batalla -repite -Gracias por haberme dejado lucharla.
Luego cierra los ojos y no vuelve a abrirlos más.