No.
¿Por qué lo niego todo? ¿Por qué no soy capaz de enfrentarme, de una vez por todas, a algo que sé que está ahí, antes mí, esperando ser descubierto para hundirme?
No.
Y cierro los ojos, flexionando mi cuerpo, me tumbo en el suelo frío y grito una y otra vez la misma palabra, negándome a comprender, a sentir, a saber la verdad.
No.
El reloj que marca la hora está parado, porque todo el mundo está esperando ¿esperándo a qué, a quién? A mí... sinónimo de nadie.
No.
El tiempo que se me escapa entre las manos, y yo que sigo con mi maquiavélico cuento, pensando que todo esto no es más que un sueño malo, una pesadilla. Me niego a comprender.
No.
El destino, el final... todo se esfuma, porque aunque no quiera comprenderlo, al final, pasa.
No...
Y pasa porque una niña tonta, pequeña y frágil, pensó que si se negaba a entender, la cosa desaparecería, pero al abrir los ojos siguió allí, cada vez más peligrosa.
No.
Porque aunque vio como todo acababa, siguió sin creerlo, una cajita llena de soluciones que a la vez era un misterio, y esa caja que se iba alejando poco a poco con el problema resuelto no llegó a tomarla entre sus manos nunca, porque la verdad siempre es mucho más cruel, es más fácil engañarnos a nosotros mismos.
No.
Y mientras el amanecer lúgubre aparecía, casi pillándola por sorpresa, esbozó una tonta sonrisa y entre sus labios que sabían a sal por las lágrimas se pudo escuchar una voz...
Y negándose a comprender, cuatro palabras de manifiesto;
No... y nunca más.