Camino, en la hoja en blanco, a la espera de poder definir la soledad, el hastío de aquellos días, que ahora contemplo en la lejanía como un recuerdo astillado.
El acostarse muy temprano o muy tarde, el levantarse con pesadumbre, otro día más. A través de la ventana se cuela un rayo de luz, una vez cada veinte días, que rebota en la cama, en el que meto los dedos y del que me alimento. El único alimento posible del espacio. Fuera, el resto del tiempo, todo es gris y tan pesado que me duele la cabeza, la garganta, y las entrañas. Hace frío y salir es encarcelarme en los espacios abiertos, desconocidos, ásperos y enladrillados que aunque sepa recorrer nunca serán míos. Me da miedo el exterior, tan desastroso, tan bajo, tan falto de gente y de historias. Recorro las calles, movida por el impulso humano, a veces, al mirar todo el verde, los cisnes en el río, me permito ser feliz, en la inmensa soledad que hay entre ellos y yo.
Un día, asfixiada en la opresión de la casa, en los diez metros cúbicos en los que he vivido, encerrada, todo el tiempo, salgo de noche, bajo las escaleras del río, pero está oscuro y no me muevo de allí, de la barandilla. Debajo de mis dedos, colgantes del metal, algunos patos se acercan a verme. Una pareja baja tras de mí, se internan en la oscuridad, juntos. Los patos me miran un rato. No me miran, no están junto a mí para ampararme, solo quieren comida. Pero lo cierto es que me amparan.
Bajo, a la rutina, todos los días. Me acuesto tarde y me levanto tarde, lo más tarde que me deja el cuerpo. Hay un día en el que salir de la cama se me hace algo mortal. Me encuentro tan fuera de lugar. Salgo de mi habitación. Pero la casa, fuera de mi habitación, tampoco es mía. No es mi hogar. Solamente siento añoranza por la cama, por los colores, por el árbol que se ve a través de la ventana. Regreso a la cama, me fundo entre las sábanas, como si fuera la matriz de mi madre, me zambullo dentro del espacio, sintiéndome terriblemente sola, faltándome el alma, del sol, de una voz conocida, de mi madre abrazándome, haciendo una matriz de verdad con sus besos. Y no esto.
Intento disfrutar de los espacios, del ocio, pero todo es escaso y todo está frío. Y me llena, pero como lo hace un líquido viscoso, negro y desagradable, que esta apunto de hundirte en él para siempre. Camino, camino todos los días, para una cosa u para otra, con el líquido viscoso alrededor, y miro al cielo, espero al sol para que me lo derrita, pero el sol, que ha decidido no aparecer, ha dejado solos a todos los habitantes de este mundo. Y no les da luz, y son tenebrosos, todos pálidos, blanquecinos, parecen sacados de un cómic en blanco y negro sobre la segunda guerra mundial, de esos de trazos gruesos y precisión despreocupada. Fuman, duermen en la calle, hablan unos con otros, pero no parecen almas humanas. Ahora los recuerdo, recuerdo esas calles, esas personas, ese tiempo, y no soy, por mucho que me esfuerzo, de recordar nada en color.
He vivido con el corazón adormecido, todo este otoño, y parte de este invierno. Encerrada en diez metros cuadrados, con una ducha y un baño que no eran un hogar, y con una cocina que me asqueaba cada vez que entraba, con personas que me interrumpían cortando berenjenas, tomates, zanahorias. Personas que no me importaban ni entonces ni ahora y con las que tenía que mantener conversación. Ser tratado siempre como un extranjero.
Extranjero sempiterno, aunque al final,
solo fueran,
cuatro meses.
Eso fue lo más horrible de todo.